Por Claudina Navarro y Manuel Núñez
Debemos tomar medidas para conservar la naturaleza que nos queda y no dejar un planeta desastrado e insalubre a las próximas generaciones. Es un argumento que se utiliza con frecuencia para promover los comportamientos responsables desde el punto de vista ambiental. Sin embargo, raramente nos preguntamos cómo será la relación de las futuras generaciones con la naturaleza. ¿La maltratarán, como lo han hecho las cuatro últimas, o la respetarán y amarán? Seguramente dependerá de cuán fuerte sea el vínculo que establezcan con el medio natural durante su infancia.
Si permitimos que los niños crezcan en contacto íntimo con la naturaleza, su bienestar y el del planeta están casi garantizados. No es una idea romántica, sino una conclusión basada en conocimientos pedagógicos y psicológicos. Los niños forman su visión del mundo de una forma completamente diferente a los adultos. Necesitan que el tipo de entorno y los estímulos se correspondan con sus fases de desarrollo, intereses, habilidades y modos personales de aprendizaje. Porque los niños son por naturaleza aprendices activos, investigadores. Nada más erróneo que mantenerlos atados a un pupitre, dentro de un espacio cerrado, para que escuchen las lecciones del profesor. Aprenden más y mejor cuando tienen la posibilidad de interactuar y adquirir conocimientos llevados por su curiosidad, sus juegos y su lógica.
“Los niños tienen sus propios modos de ver, pensar y sentir y no hay nada más loco que intentar sustituir los suyos por los nuestros”, escribió Jean Jacques Rousseau. El psicólogo de la Universidad de Harvard Howard Gardner afirma que la autoeducación al aire libre produce “conocimiento conectado” que forma parte de la vida. En relación con la educación ambiental, ésta sólo puede tener lugar en entornos naturales informales, donde los niños tengan la posibilidad de aventurarse y realizar sus propios hallazgos sin intermediarios.
Un mundo por descubrir
Adultos y niños están en la naturaleza de manera diferente. Para los primeros, en general, la naturaleza es el fondo visual de las actividades que están realizando en ella. Para los niños, no es sólo un marco, es una fuente de estímulos y un territorio a descubrir. Les ofrece una experiencia sensorial completa e insustituible a través del tacto, el olor, los sonidos y las imágenes, que impactan sobre su imaginación y sus emociones.
Los niños conservan una tendencia biológica, instintiva, a establecer un vínculo con el mundo natural, donde encuentran una serie de cualidades únicas y que no se hallan en otros entornos. Según Randy White, experto en aprendizaje en entornos naturales, estas cualidades son: una diversidad sin fin; una realidad que no ha sido creada por el ser humano; la sensación de atemporalidad (experimentan los mismos paisajes, árboles y ríos que aparecen en el mundo mítico de los cuentos); y ser el hogar de los animales libres.
Mientras que muchos adultos se encuentran incómodos en la naturaleza, como sacados de su “natural” medio artificial, los niños sienten una inclinación instintiva hacia la naturaleza –biofilia– y necesitan oportunidades para aprender y crecer en ella, sobre todo en los primeros años de vida para sentirse seguros y cómodos, y para que se establezca un vínculo afectivo con los seres vivos.
El concepto biofilia fue utilizado por primera vez por el psicólogo Erich Fromm para describir la atracción hacia todo aquello que está vivo. El reconocido biólogo Edward O. Wilson lo emplea para referirse a la búsqueda subconsciente de conexiones con el resto de las especies.
Si la biofilia parece haberse extinguido en muchos adultos, en los niños exhibe su máxima potencia. Expresarla es importante para su desarrollo armonioso y también para el futuro del planeta, pues la deficiencia de contacto con la naturaleza puede traducirse en una “biofobia” que se caracteriza por una ausencia de empatía para con los demás seres vivos y por el tratamiento de la naturaleza como una mera fuente de recursos materiales.
En las escuelas existen actualmente planes de educación ambiental, pero tienen poco que ver con la formación de la biofilia. Están diseñados desde una perspectiva adulta. Adolecen de exceso de abstracción y proporcionan informaciones irrelevantes para los pequeños. Apenas tienen en cuenta que no adquieren la capacidad plena de razonamiento abstracto hasta los nueve años. No tiene mucho sentido enseñarles las consecuencias de procesos complejos como la destrucción forestal, la lluvia ácida, el agujero de ozono o la captura de ballenas. Cuando se pide a los niños que entiendan problemas que están más allá de sus habilidades cognitivas y de su control, pueden reaccionar con ansiedad y aversión a esos temas.
El cultivo de la empatía
John Burroughs sostiene que primero hay que cultivar el amor, y sobre esta emoción, el conocimiento intelectual. Entre los tres y los siete años, el niño descubre lo que ha sido definido como el “ego ecopsicológico” o percepción armoniosa del yo en relación con el mundo natural. Gracias a que el ser humano ha evolucionado formando parte de la naturaleza, todos nacemos genéticamente capacitados para desarrollar un vínculo afectivo y psicológico con ella. En los niños esto se manifiesta como tendencia innata a la biofilia.
El objetivo principal en esta etapa es desarrollar el la empatía del niño hacia el mundo natural. Una de las maneras más eficaces de conseguirlo es cultivar las relaciones con los animales, sean domésticos, silvestres o imaginados. Un hecho poco conocido y demostrado a través de estudios es que los animales protagonizan el 90 por ciento de los sueños en los niños menores de seis años, lo que revela su especial vinculación. Los creadores de cuentos de todos los tiempos y culturas se han dado cuenta del fenómeno y recurren a los animales como protagonistas de las narraciones.
El contacto con los animales es, bajo la vigilancia de los adultos, una escuela de educación emocional. Es normal que los niños hablen con los animales y que los traten con cautela y respeto. Los niños sienten una cercanía especial con las crías, que les despiertan sentimientos de ternura e instinto de protección.
Los animales más adecuados para la relación temprana son los que viven en el entorno cercano del niño. Gatos, perros y especies de granja satisfacen la necesidad infantil de contacto. A otro nivel, también son apropiadas las fábulas, las canciones, el teatro con personajes animales y experiencias similares. La humanización de los animales no es un inconveniente en esta etapa.
Edad de exploraciones
De los ocho a los once años transcurre la etapa de las exploraciones. Los niños deben tener acceso a áreas silvestres y semisilvestres en los alrededores de su lugar de residencia. Las actividades apropiadas incluyen la creación de pequeños mundos imaginarios, “cazar” (pequeños insectos, que luego devuelven a la libertad, por ejemplo), “recolectar” (piedras, conchas marinas, etc), buscar tesoros, seguir caminos, cuidar un huerto o un jardín, encontrar o construir escondrijos.
Los espacios de juego con plantas bien integradas –no segregadas o aisladas en islas y parterres, como prefieren los urbanistas amantes de plazas y parques tan limpios como duros y fríos– son también adecuados para los pequeños exploradores. Las instalaciones educativas también debieran contar con lugares ricos en especies vegetales y animales, pero por desgracia el objetivo de los patios y campos de deporte es que los niños quemen su exceso de “energía” para que vuelvan tranquilos a las aulas. El juego al aire libre aún es visto como una actividad secundaria cuando en realidad resulta esencial para el aprendizaje y el desarrollo.
Entre los doce y los quince años, los preadolescentes maduran sus habilidades sociales. Empiezan a interesarse por los grandes problemas de tipo político y desean hacer todo lo posible para mejorar su entorno. Lo más adecuado es que utilicen esta energía positiva en su entorno cercano, donde podrán comprobar la eficacia de sus acciones. El contacto con el medio natural no sólo hace posible el vinculo afectivo con el entorno, sino que favorece el equilibrio psicológico y la salud física.
Existe una abundante literatura científica que describe los efectos positivos del contacto con la naturaleza. Se ha demostrado, por ejemplo, que los niños que sufren trastornos de la concentración e hiperactividad –cuya incidencia está aumentando- mejoran después de las salidas al campo.
En general, los niños del medio rural obtienen mejores resultados en los tests que miden la capacidad de concentración y la autodisciplina. Muestran también mejor coordinación física, equilibrio y agilidad. Sus juegos son más diversos e imaginativos que los de los urbanitas. Poseen más habilidad para divertirse y colaborar en grupo, y enferman con menos frecuencia.
El contacto con medios naturales mejora las habilidades cognitivas, agudizando especialmente la capacidad de observación y de razonamiento. También tiene efectos positivos sobre la psicología profunda.
Según el pedagogo William Crain, los niños, en medio de la naturaleza, adquieren paz interior, refuerzan sus sentimientos positivos hacia las demás personas y experimentan la sensación de formar parte armoniosa del mundo. El impacto de lo natural ayuda a desarrolla la curiosidad, la autonomía personal, el autoaprendizaje durante toda la vida y la capacidad de apreciar lo extraordinario.
Cada día más lejos
Durante 120 000 años, niños y adultos vivieron en contacto íntimo con los bosques, los ríos, el mar, la sabana y las montañas. Pero la invención de la agricultura propició la aparición de ciudades y de una clase dirigente alejada de la naturaleza. A lo largo de los siglos posteriores, las personas se han autorrecluido progresivamente en las ciudades. La crisis ambiental planetaria, caracterizada por la contaminación, el cambio climático y la desaparición de ecosistemas y especies ha crecido al mismo tiempo que los niños dejaban de jugar al aire libre.
Hasta no hace mucho, los chicos tenían acceso libre a parques, descampados, arroyos y límites entre el campo y la ciudad, con poca o ninguna restricción. Podían encontrarse chicos de edades similares e interactuar con el medio. Cualquier oportunidad de acercarse a la vida silvestre, fuera un gran árbol o un charco con renacuajos, era aprovechada. Actualmente viven controlados en todo momento, y constreñidos entre paredes y vallas. Han visto reducido su territorio y su libertad, de manera que la infancia se ha convertido en una especie de prisión donde los niños están desconectados del entorno natural.
La cultura del miedo se ha apoderado de los padres y los niños ya no pueden moverse ajenos a su mirada vigilante. Según las encuestas, el 80 por ciento de los padres con hijos de tres a doce años tienen miedo a los secuestros, la violencia y los accidentes, y por todo ello no les permiten jugar solos en espacios abiertos. Incluso el miedo a los rayos solares y a las picaduras de insectos sirven como argumento para mantener a los niños en sitios cerrados. Como consecuencia, en lugar de tiempo y lugares para explorar, los niños poseen una agenda cada vez más repleta de actividades organizadas por los adultos.
El escritor y periodista Richard Louv, interesado en cómo serán los niños del futuro, ha entrevistado a jóvenes, padres, asociaciones y educadores y ha concluido que los niños pasan cada vez menos tiempo cerca de la tierra, las plantas y los animales. No obstante, están cada vez más preocupados por la extinción de las especies y otros problemas ecológicos. Pero cuando se les pregunta dónde prefieren jugar, muchos responden que en casa, cerca de los enchufes donde pueden conectar sus consolas y ordenadores.
Todo esto presagia un futuro de personas comprometidas con las causas ambientales, pero que no conocerán de primera mano los medios naturales y que actuarán a través de internet y los medios de comunicación. Es decir, se producirá una sustitución de lo real por lo virtual. Los documentales televisivos o las campañas de internet harán pensar a los niños y a la sociedad que la naturaleza es algo exótico, lejano e imposible de experimentar, cuando en realidad nos rodea por todas partes.
Expertos en psicología y pedagogía han descrito este proceso de alejamiento de la naturaleza y sus consecuencias. Robert Michael Pyle habla de una “extinción de la experiencia natural” que lleva a la indiferencia hacia los problemas ambientales y al malestar psicológico. Stephen R. Kellert, de la Universidad de Yale (Estados Unidos) y coautor de Children and Nature (Niños y naturaleza), afirma que la sociedad ha devenido tan ajena a sus orígenes que ya no puede reconocer que su madurez intelectual y psicológica depende de una apropiada experiencia de la naturaleza.
Los niños que crecen con una carencia de contacto con entornos naturales acaban percibiéndose como individuos separados del mundo natural y ésta se valora como algo que está ahí para ser utilizado y dominado, en lugar de amado y preservado. No sólo son indiferentes hacia la naturaleza, sino que desarrollan temor y disgusto en los espacios naturales, lejos de las cosas creadas por las personas. Los problemas ambientales no son los que más les preocupan y en lugar de afecto por animales y plantas es fácil que tengan predilección por las cosas, lo que les lleva hacia el consumismo y la acaparación.
El papel de padres y colegios
Para contrarrestar la inercia social negativa, padres y centros educativos se están esforzando por reparar los lazos entre los niños y la naturaleza. En varios países se están desarrollando programas específicos que trascienden la educación ambiental típica sobre asuntos como el reciclaje o la conservación de los ecosistemas.
En el Reino Unido, por ejemplo, existe desde los años ochenta el programa Aprendiendo a Través de los Paisajes, cuyo objetivo va encaminado a hacer más verdes los espacios al aire libre de todos los colegios del país. Proyectos similares son Evergreen, en Canadá, Learnscapes, en Australia, o Skolans Uterum, en Suecia. Varios estudios muestran que estos proyectos mejoran además el comportamiento de los chicos, los niveles de lectura y escritura así como la adquisición de conocimientos en matemáticas o ciencias sociales. Los proyectos sociales, junto con la voluntad de las familias, permiten unir a los niños con la naturaleza.